Brasil, en una encrucijada de largo plazo

2022-10-01 17:56:53 By : Mr. Barton Zhang

Las elecciones brasileñas del 2 de octubre comportarán una sucesión presidencial mucho más importante de lo que suelen ser las sucesiones normales. Determinarán el futuro del país por un largo período. Por eso, es imperativo entender el país y el momento actual teniendo en cuenta varios factores –ningún país se explica por un solo factor–. Sabemos que Brasil combina singularidades que alcanzan el límite de lo incomprensible.

¿Cómo puede un país dotado de una enorme abundancia de recursos, que raramente pasa por desastres naturales de envergadura y que no ha sufrido guerras internas, dejarse aprisionar por una estancamiento económico de la magnitud del actual, que no le permite superar sus monstruosas desigualdades sociales y ni siquiera disponer de un sistema de educación que se pueda clasificar como mediano o bueno?

Para bosquejar un cuadro razonablemente útil al lector, empezaré evocando brevemente las grandes líneas históricas, para pasar en seguida a la tentativa de industrialización a marchas forzadas entre 1930-1970 y concluir con los factores propiamente políticos, que gravitan alrededor del siempre difícil problema de la incorporación de los estratos trabajadores a la ciudadanía, es decir, a un nivel de efectiva participación en el sistema político. No veo cómo comprender los riesgos bajo los cuales el país se encuentra actualmente sin componer una perspectiva menos ambiciosa que esta.

Nadie ignora que Brasil, fue descubierto por Portugal –un pequeño país europeo–, que solo podía mantener y controlar un territorio de dimensiones continentales con base en un monocultivo primitivo (caña de azúcar y café, principalmente, con un breve intervalo centrado en la extracción de oro y diamantes en la provincia de Minas Gerais). La faceta económica es bien conocida. En la producción de caña y de café, Brasil llegó a ostentar un virtual monopolio, abasteciendo todo lo que el mundo demandaba. Para desarrollar la extracción de metales preciosos, Portugal impuso límites internos, un país dentro de otro, donde prevaleció lo que se puede apropiadamente denominar una tiranía colonial. Una vez agotado el oro, en la segunda mitad del siglo XVIII, el legado portugués se redujo al bello conjunto de iglesias (considerado patrimonio mundial por la Unesco), pero poco o casi nada que le diera medios de vida a la numerosa población urbana que allí arribó.

Entonces se puede inferir que, en lo económico, la colonización portuguesa fue un completo desastre, y que la única institución capaz de mantener la población de la colonia era el latifundio, es decir, la concesión de inmensas propiedades, la mayoría ocupada por unas pocas familias, con posibilidades extremamente limitadas de organizar una economía interconectada y dinámica.

La historia del café –implantado en la provincia de São Paulo– se benefició de condiciones más autónomas después que Brasil lograra su independencia. Dirigido por una clase empresarial más lúcida y dinámica, el café fue inicialmente otra historia de éxito, pero el final del argumento fue igual. En un corto espacio de tiempo el casi monopolio brasileño mundial fue mortalmente golpeado por la competición internacional, y al sector le restó la alternativa de sobrevivir de subsidios gubernamentales, perdiendo su embrionaria autonomía política. Pero hay que puntualizar que, respecto al café, la esclavitud fue gradualmente abandonada y se fue adoptando el sistema de trabajo asalariado, que en la primera mitad del siglo XX hizo posible las primeras experiencias de industrialización.

Pero aquí es esencial subrayar que los historiadores, con raras excepciones, pasan de largo de las fundamentales implicaciones políticas a las que los sucesivos fracasos económicos dieron lugar. En vez de dejarse empobrecer cuando sus actividades encontraban obstáculos, las capas dirigentes se empeñaban en empezar otras y, dadas las dantescas dificultades de la época, hicieron lo más simple: crearon bases políticas. Asumieron en cada provincia y en la capital federal el sacrificio de montar y controlar una máquina de Estado desproporcionada respecto a las necesidades del país, pero ampliamente suficiente para asegurar los privilegios de sus círculos sociales. Así nace –y permanece en Brasil– el sistema estatal conocido como patrimonialismo, el gobierno de los amigos del rey.

A lo largo de dos siglos, no es difícil entender que ese sistema, fundado en una masiva concentración de recursos, se sedimentó como una barrera virtualmente irreformable, impidiendo modificaciones en todos los sectores relevantes –la propia máquina administrativa, la previsión social, etcétera–. Inexpugnable en términos de confrontación entre partidos políticos u otros grupos, ese es, sin sombra de duda, el mayor obstáculo para la recuperación del desarrollo y para la construcción de una sociedad más justa. Para empeorar las cosas, los empleados públicos se organizaron en sindicatos y recurrieron al mismo truco: se acomodaron en el seno del Estado y hicieron esculpir todo tipo de privilegios en la legislación. En Brasil, a eso se llama corporativismo, curiosa forma de combate que contribuye a una perpetua dificultad para equilibrar las cuentas publicas. If you can’t beat them, join them.

Al contrario de Argentina, que se negó a apoyar a los aliados en la guerra contra Alemania, inclinándose por el fascismo, Brasil no solo envió una fuerza expedicionaria de combate a Italia, sino que, después de 1945, logró reducir a prácticamente nada los resquicios totalitarios que existían en el país durante la dictadura de Getúlio Vargas. El dictador tuvo que salir, forzado por los militares, pero llegó nuevamente a la presidencia por la vía electoral normal en 1950. En ese contexto totalmente modificado, la lucha política perdió su estricta referencia izquierda-derecha, pasando a gravitar sobre dos ejes superpuestos, ambos referidos al antigetulismo, pero comprendiendo, por una parte, sectores que combatieron el dictador bajo su Estado Novo (1937-1945) y, por otra, una división propiamente ideológica, con una derecha centrada en un nuevo partido, la UDN (Unión Democrática Nacional), liderado por el periodista (excomunista) Carlos Lacerda. Otros elementos complicaron aun más la situación. Desde luego, la aparición del populismo, representado por figuras como Leonel Brizola y Janio Quadros –este último fue elegido para la presidencia en 1960, pero renunció ocho meses después–.

Por otro lado, una parte considerable de los hacendados mantuvieron su adhesión a Getúlio Vargas, no solo por el apoyo que les brindó el mismo Vargas durante la dictadura sino también porque el tema de la reforma agraria seguramente entraría en la agenda política, gracias mucho más a la acción de populistas como Leonel Brizola que por iniciativa de la izquierda tradicional, representada por el Partido Comunista de orientación soviética. Luego, la llegada de la guerra fría dividió el país de arriba a abajo, ampliando enormemente los espacios para una virulenta oposición de derechas, liderada por Carlos Lacerda, contra Vargas.

De este caleidoscopio se puede fácilmente inferir que Brasil entró en un periodo de radicalización, pero una radicalización multidimensional, poliédrica, no un confrontación izquierda-derecha en los moldes clásicos de Europa. El único factor que en principio podría favorecer alguna convergencia fue el intento de formar una amplia coalición desarrollista, en el cual el economista Celso Furtado jugó un papel central. Después de abandonar la CEPAL (Comisión Económica para América Latina, de la ONU) y enteramente convencido de que Brasil no se mantendría como una nación autónoma mientras no implantara una fuerte infraestructura industrial, Furtado abrazó el concepto de la ISIS –industrialización substitutiva de importaciones–, que trasladó el eje del conflicto a la oposición industria/agricultura, o, dicho de otra forma, contraponiendo sectores urbanos ideologizados a los supuestamente obscurantistas propietarios de tierra. La ISIS logró éxitos iniciales espectaculares, como en otros países, pero se detuvo en lo que actualmente se denomina la trampa del bajo crecimiento. En números redondos, el ingreso anual por habitante de Brasil debe de estar actualmente en torno de diez mil dólares. Creciendo a una tasa inferior a un 2% (menos de la mitad del producto potencial), Brasil necesitaría unos veinticinco años para doblar ese nivel de ingreso, una generación entera, para alcanzar los países medianos en riqueza de la Europa meridional. No se requiere mucha inteligencia para concluir que tal trayectoria es desastrosa, semejante a la que, en combinación con un grado increíble de inestabilidad política, llevó a la economía argentina a un nivel de práctica devastación.

Para evaluar bien la penetración de la ideología nacional-desarrollista en Brasil, basta observar que, en distintos grados de devoción, reclutó adeptos de la A a la Z en el espectro político. Solamente quince años habían pasado de la renuncia del presidente Janio Quadros (1960), que precipitó el país en una crisis profunda, con la caída de João Goulart y el golpe militar de 31 de marzo de 1964, cuando el cuarto presidente-general, Ernesto Geisel, lanzaba otro programa orientado por la misma concepción heterodoxa, otorgándole al Estado y a los tecnócratas una cantidad todavía mayor de poder, sofocando el sector privado y recurriendo a una escala estratosférica de endeudamiento en Londres, donde entonces se negociaba la liquidez excesiva derivada del petróleo. La ambición de hacer de Brasil una gran potencia estimulaba al gobierno a lanzar proyectos que la oposición irónicamente designaba como “faraónicos”. Sin embargo, ni los más poderosos faraones hubieran sido capaces de resistir los choques combinados de la alza de los precios del petróleo (1963) y de las tasas de interés (1969). Esa tempestad perfecta llegó justo cuando los militares ya no tenían fuerza y legitimidad para volver hacia atrás, imponiendo un régimen auténticamente fascista, ni para correr los riesgos de un despliegue hacia adelante, lo que fatalmente agudizaría las disidencias dentro de la corporación militar, resultando en una situación prácticamente anárquica. Todo se desarrolló como una debilitación mutua, una vez que los militares ya nada podían emprender ni los líderes de la oposición civil podían hacer algo suficiente para mantener su prestigio entre la masa electoral. La decisión tomada por los comandos militares fue más de lo mismo, imponiendo al país durante siete años más una estanflación que ha quedado para la historia como el período conocido como la década perdida. Políticamente, significó la referida extensión del ciclo militar, con el caótico gobierno del general João Figueiredo, y las dificultades adicionales producidas por el fallecimiento del primer presidente civil, Tancredo Neves, antes de la fecha prevista para su ascenso al poder.

Con la importante excepción de Fernando Henrique Cardoso, los líderes más destacados de la resistencia al régimen militar ya eran políticos de primera magnitud antes del golpe de 1964. Fue ese grupo el que formó y dio credibilidad como oposición al MDB (Movimento Democrático Brasileiro), que se puede correctamente designar como el centro liberal de los veintiún años del ciclo militar. Como no podía ser de otro modo,    su salida de escena en un corto periodo, coincidiendo con la fase final de la transición al régimen civil, produjo un hueco substancial, ya que el recién establecido régimen civil no disponía de cuadros comparables y, permítanme recordar, Brasil se hallaba en la década perdida: un agudo déficit de liderazgo, economía estancada, alto desempleo y una hiperinflación dibujándose en el horizonte.

Fue en ese escenario que Lula (Luiz Inácio Lula da Silva) y su PT (Partido de los Trabajadores, de donde proviene el término petismo), surgió en la cumbre del sistema político, en condiciones de disputar la presidencia. Lula es sin duda uno de los políticos más expertos (en el sentido de clever, en inglés), pero su horizonte mental se compone de un claro déficit de cultura intelectual y de un exceso de populismo en el tradicional sentido latinoamericano. Su numeroso cuerpo de adeptos se inclina claramente a la izquierda (cuadros originarios de la lucha armada, estudiantes e intelectuales, clérigos y una base sindical), pero Lula no se identifica en particular con ninguno de ellos, sube a un camión para charlar con trotskistas con la misma naturalidad que ostenta en la Federación de las Industrias o con los banqueros.

Este escueto esbozo explica que, aun sufriendo tres derrotas sucesivas (contra Collor de Mello en 1989 y contra Fernando Henrique Cardoso en 1994 y 1988), llegó al finalmente a la presidencia en el 2002. Para apaciguar a los sectores económicos que temían su izquierdismo, el PT divulgó una Carta a los brasileños, que no tardó a ser objeto de broma por los que estaban en contra con una Carta a los banqueros. Lo que importa, de todos modos, es que su única realización relevante fue apropiarse de una política social concebida por Ruth Cardoso, a la cual denominó Bolsa Familia, un programa de transferencia de ingresos, multiplicada en su dimensión por un factor que le daba al PT un potencial capaz de mantenerlo en el poder hasta la eternidad. El problema, como es sabido, es que Lula, imitando a Perón, creyó que conseguiría volver en el 2014 entregando la poltrona presidencial a su ministra Dilma Rousseff, un plan al que ella se ajustó con insuficiente sinceridad. Sería muy prolijo inserir aquí los dos hechos que decisivamente le privaron a Lula de su apariencia de imbatible: el desastre económico engendrado por Rousseff y el Himalaya de corrupción que llegó al publico gracias a la operación judicial denominada Lava-Jato, que por poco no quebró por completo la mayor empresa del país, la estatal Petrobras.

Para entender las cuestiones en juego en las elecciones del 2 de octubre, el factor sine qua non es el grado de polaridad y hostilidad que se formó entre el PT y Jair Bolsonaro, que será su adversario. Nunca antes en Brasil se ha visto un país tan ásperamente dividido en dos campos, ambos ocupados por legítimos representantes del más puro populismo. A juzgar por las encuestas disponibles hasta mediados de julio, el presidente será Lula, posiblemente en la primera vuelta. Pero el cuadro ha cambiado sutilmente, primero porque Bolsonaro no es un candidato débil, sobre todo teniendo en cuenta que el Lula del 2022 ya no es el “padre de los pobres” del 2002, y segundo porque una parcela significativa de la sociedad sigue buscando una alternativa que los eche a los dos a la vez de la disputa.

La tentativa de organizar una tercera vía empieza a ganar cuerpo teniendo como candidata a Simone Tebet, senadora por Mato Grosso y afiliada a un partido grande (pero siempre dividido), el PMDB (Partido del Movimento Democrático Brasileño). Tebet lucha con un hándicap que puede ser letal: es conocida solo por un    67% de los votantes. Pero ese dado puede ser el reverso de la moneda, dado que sus adversarios son conocidos por un    100%, es decir no tienen por donde crecer. Concluyendo, debo subrayar la percepción ampliamente diseminada de que, con Lula o Bolsonaro, es difícil creer que Brasil pueda recuperarse del hueco negro a que lo llevaron dos décadas de Lula y Rousseff.

Bolívar Lamounier es sociólogo político, socio y director de la consultoría Augurium. Su último libro es ‘Jano: Imagens da Virtude e do Poder’ (Desconcertos Editora, São Paulo).