El arte de la taxidermia: el salmantino que le ‘devuelve’ la vida a los toros

2022-09-24 17:06:50 By : Ms. Linda Yin

Darle vida al toro tras entregarla en el ruedo. Por las prodigiosas manos del taxidermista transita ese paso a la inmortalidad. Devolverle la expresión a un ser que ya no late, pero que de nuevo puede hacer sentir, es su principal misión.

Ahí radica el misterio de su arte. Todo para volver a despertar a veces miedo, otras orgullo. Y admiración, siempre. La mirada de un toro asusta de todas las maneras, incluso cuando ya no respira. Y él trata de que vuelva a infundir respeto y, sobre todo, que despierte admiración. En las cabezas de toro naturalizadas cobran de nuevo vida los sueños cumplidos para hacerlos eternos y que se magnifiquen con el tiempo. Cada toro es una historia. Sobre las manos artistas de José Luis Martín Moro (Ciudad Rodrigo, 1976) recae la responsabilidad de que los ojos vuelvan a mirar e incluso la resina, que se esconde tras la piel real del toro, comience a latir. Él firma el pasaporte para que el recuerdo tenga continuidad, el sueño siga siendo real y aquel momento de gloria fugaz del ruedo dure para siempre: “Nunca verás la cabeza disecada de un toro en la casa de un torero con las orejas puestas, al menos le tiene que faltar una”, afirma. El reflejo del triunfo. La gloria que quieren guardar para siempre. Las orejas son la principal preocupación del torero, cortarlas en el ruedo llega a convertirse en obsesión cuando la necesidad apremia, la del taxidermista son los ojos. Ahí radica gran parte de su misterio: “Hay que darle expresión”, comenta, antes de mostrar las diferencias, según para quien trabaje: “Al ganadero le suele gustar que transmita nobleza, al torero agresividad”. La mirada es la que le da vida al animal naturalizado: “Dependiendo de cómo lo coloques y cómo gires el ojo, más abierto o cerrado, dice una cosa u otra. Y así lo haces más agresivo, más pastueño, más noble... Para lograr esa sensación tienes que jugar con el párpado, lo abres o lo cierras más, y así le cambias el semblante. Cada uno es un mundo, un ojo puedo lograr en cinco minutos que transmita lo que quiero y en otro estar dos horas... El objetivo es conseguir sensación de viveza”, indica antes de matizar: “Lo más importante es que no sea un objeto muerto, ni un peluche ni un mueble; que despierte nuevas sensaciones, que transmita”, advierte quien se dedica a un trabajo artesanal, en el que no tienen sitio las máquinas, ni caben las prisas. Naturalizar un toro puede llevarle hasta seis meses de faena. Se tira las horas muertas en el taller.

Hasta Serradilla del Arroyo llega cada año gran parte de los toros más importantes de la temporada. Hace ya más de cuatro años que se hizo con la exclusividad de todos los de la feria de San Fermín de Pamplona, en sus manos caen gran parte de los astados que propician los triunfos más sonados en Las Ventas de Madrid. No para. Recorre todas las ferias, de febrero en Valdemorillo a Zaragoza bien entrado octubre. Más de 60.000 kilómetros. Martín Moro recoge, en el desolladero de los cosos, las cabezas de los astados casi calientes y las transporta en cámaras autorizadas y con todos los permisos y documentación que la legislación le obliga, hasta su taller de este pueblecito de apenas 300 habitantes, al que se accede por una serpenteante y sinuosa carretera a apenas una veintena de kilómetros de Ciudad Rodrigo. Es la comarca de Los Agadones.

Una vez que tiene en casa la cabeza, la descarna y la desuella (“es fundamental saber meter muy bien el cuchillo, de manera que se dañe lo menos posible y la piel tenga cuantos menos cortes mejor; al final son costuras que luego hay que reconstruir”, anota). Los pitones y la testuz se cuecen para limpiarlos y despojarlos de la materia orgánica, corta por donde le interesa y lo que no va directamente a la incineradora. La piel se curte y la congela hasta cuando monta la cabeza. Disecciona como experto cirujano antes de ponerse manos a la obra. “La clave para la conservación de la piel es un buen curtido”, advierte. Se curte humedeciéndola en bidones con productos químicos que evitan la descomposición, convirtiendo así la piel que se pudre en cuero imputrescible. Antes hay que quitarle toda la grasa y la coraza, que es muy gorda. La encuentra con un centímetro o centímetro y medio y la suele dejar para empezar a trabajar en tres milímetros: “El ojo del párpado tiene que quedar muy finito para darle más forma. Donde se marcan los rasgos, en los párpados o el hocico fundamentalmente, la piel tiene que quedar fina para poder trabajarla mejor y lograr formas”. Una vez que las pieles salen de los bidones de curtido, se lavan con abundante agua y se dejan escurrir bien. Lo ideal es comenzar a montar la cabeza casi de inmediato. De la mañana para la tarde. O como mucho al día siguiente: “Al pasar la aguja, es cuando lo notas, la piel se pone dura muy rápido y a la hora de coser la faena puede pasar de tardar tres horas a tardar ocho y partir cinco agujas”. Y ahí descubre los secretos en los que a primera vista solo se fijan los expertos: “En una buena obra lo ideal es que las costuras no se noten. Un buen trabajo es solo cosido de aquí hasta aquí”, y José Luis establece una línea recta con su dedo índice que va desde el testuz, atravesando la parte superior del cuello y que recorre el morrillo camino a lo que sería el hoyo de las agujas. Todos los cortes de la piel, por las banderillas, descabellos o espadas o un mal tajo del carnicero juegan en su contra. Al taxidermista sufre tanto los golpes del descabello en la plaza como al propio toro. “Otra de las claves es acoplar bien la piel a la estructura”, matiza a la hora de describir el proceso que se lleva a cabo pegando en ciertos puntos: “Luego se trata de tirar, estirar y que cada milímetro de piel esté en su sitio y no se mueva”. Además emplea cientos de puntadas que tiene que unir y esconder para corregir todos los defectos.

El taxidermista es un oficio del que a finales del siglo XIX ya existían referencias de cabezas disecadas de toros tras el triunfo, aunque ya en el Paleolítico se curtieran pieles. El taxidermista hoy tan pronto desuella y descarna una cabeza aún sangrante, como curte la piel o esculpe la forma de la cabeza que naturaliza. Ahí brota una tarea de escultor que también lleva dentro. Tiene que dar la forma exacta, con los rasgos de cada animal, único e irrepetible, para retratarlo de la manera más real. La morfología va en función de la tipología de cada encaste, cada animal es diferente. De la cabeza, se queda con la piel, con los pitones y, únicamente, aprovecha la testuz que es la que determinará la medida exacta del animal y de sus proporciones. Todo el interior de esa cabeza es el resultado de esculpir y moldear un bloque hecho a mano, y guardado como uno de sus mejores secretos, con material de poliuretano y resina. Muchos de esos toros los ve en directo en la plaza, los fija en su memoria que luego refuerza y matiza con videos y fotografías para sacarle los rasgos concretos. “La clave del trabajo es la escultura, la forma que le das y la expresión que logras transmitir. Si la escultura la haces mal ya estás perdido desde el principio”, advierte. Moldear la cabeza es crucial. Y lo hace como quien disfruta y juguetea con una plastilina. Él trabaja el poliuretano y la resina, que refuerzan unas varillas interiores de ferralla. Un forjado a pequeña escala. “Lo que me engrandece es que un aficionado, un torero o un ganadero vea un toro que he disecado, lo conozca y sepa cuál es”.

En una de las naves en las que trabaja cuelgan los protagonistas de gran parte de los últimos grandes triunfos del toreo. Aguaclara y Rosito, los dos toros a los que desorejó Cayetano la tarde de las cuatro orejas en Pamplona en 2019; Maderero el sobrero del Conde de Mayalde al que desorejó en Las Ventas Roca Rey en 2019; Derribado el toro de García Jiménez al que cortó las dos orejas El Cid en su despedida en Zaragoza el 12 de octubre de 2019; Licenciado y Bocineto, los dos toros de Alcurrucén de la puerta grande en Las Ventas de Juan del Álamo en San Isidro de 2017; Acoplador de Mayalde y Galiano de Cuvillo con los que López Simón saboreó su última salida a hombros en Madrid en 2018, los dos miuras del triunfo de Pepe Moral en Albacete... Todos cuelgan de una inmensa pared perfectamente alineados; mientras en una estructura metálica, justo al lado, pende un amplio rosario de encornaduras de decenas de pieles de toros que aguardan en el congelador a la espera de darles vida.

Con 44 años, José Luis Martín Moro ha practicado la taxidermia toda su vida, pero lleva dedicado de lleno a la profesión apenas una década. Aprendió el oficio como un perfecto autodidacta. Nadie le enseñó. Fue su curiosidad, habilidad innata y artística la que le tenía deparada esta misión en su vida, con la que espera llegar a la jubilación aunque el toreo hoy no invite al optimismo ni a los planes a largo plazo. La penúltima crisis le hizo abandonar su trabajo de oficina en la construcción, las hojas de excell y, sin pensarlo, se metió de lleno en este oficio de devolverle la vida a los toros de triunfo. En la Feria de Salamanca de 2012 presenció la corrida de Adelaida Rodríguez, con la que debutaba el llorado Iván Fandiño en La Glorieta, y ahí quedó impactado con la impresionante estampa de Fumadisto, con el que el torero de Orduña se proclamó autor de la mejor faena de la Feria. Decidió quedarse con aquella cabeza, la disecó por su cuenta y una vez que la tenía, tuvo el atrevimiento de llamar a Néstor García, el apoderado del torero, para ofrecérsela. Tanto le gustó a Fandiño que le nombró su taxidermista personal y ya, de ahí en adelante, viajó con él y le hizo infinidad de cabezas de sus toros más representativos. Y ahí surge una anécdota de cómo hizo su primera cabeza de un toro lidiado en Las Ventas: “Fue uno de Parladé, en San Isidro de 2013, que hirió de gravedad a Iván al entrar a matar. Yo estaba en el tendido y cuando le pega la cornada, me bajé a la puerta de la enfermería para acompañarles y preocuparme por cómo estaba. Tras la operación, cuando ya se llevan a Iván al hospital, me llamó Néstor desde la ambulancia cuando aún iban por la calle Alcalá, porque Iván le estaba diciendo en ese momento que quería la cabeza del toro. De inmediato me fui al desolladero, la cogí y se la hice”. Estuvo ya siempre a su lado, hasta el fatídico 17 de junio de 2017 en Aire Sur l’Adour (Francia). A José Luis, tres años después, aún se le iluminan los ojos al recordar cómo se enteró de la noticia y los días posteriores en los que se despidió de él para siempre: “Ha sido mi padrino en la profesión. Lo ha sido todo. No me enseñó a hacer mi trabajo, pero sin él no había entrado ni estado donde estoy ahora. Podía haberle hecho las cosas a él de Salamanca y ya está pero él fue quien me llevó por toda España a las ferias. Y el que me abrió todas las puertas”. Ahí arrancó todo, pero la afición que convirtió en profesión viene de mucho antes: “Antes de que surgiera mi relación con Fandiño, hacía piezas de caza y alguna cabeza de toro. Ya desde muy pequeño moldeaba los colmillos de jabalí con latas de coca cola, pegamento y cera de vela. Así los hacía. Luego vas haciendo, haciendo...” y deja sin terminar una frase que le ha llevado a convertirse en una de las principales referencias de la taxidermia. A su teléfono llaman las principales figuras del toreo. Y sus obras ya han viajado hasta Estados Unidos, México o los Emiratos Árabes. E incluso The New York Times envió a un periodista y a un fotógrafo desde Estados Unidos a Serradilla del Arroyo para tratar de descubrir, escribir y fotografiar el misterioso oficio con el que le devuelve la vida al toro bravo para contárselo a sus lectores estadounidenses. En una de las paredes cuelga el reportaje. A su lado, impresiona aún una fotografía con Fandiño en ese mismo taller, un mes antes de la mortal cornada de Provechito. Casi tanto como un toro entero, a tamaño natural, de los Hermanos Asensio que está enfrente. Y un poco más atrás Pitarroso, otro de imponente volumen y terrorífica arboladura de Samuel Flores, el último toro enmaromado de Benavente que está en plena arrancada y que aún invita a no perderlo de vista. Señal inequívoca de un buen trabajo.

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